3 ene 2013

El imperio Romano

“Décimo cuarto año de mi era. Me llamo Iulius Marcus Quintus (Julio Marco Quinto). Sigo en mi afán de relatar mi vida como si de una historia se tratara, como ya hicieran con otros grandes hombres romanos.

Hoy me ha levantado padre antes de que el mismísimo sol saliera al alba. La razón aún la desconozco. Con gran atino me he calzado mis sandalias y he salido a la calle junto a padre. Caminando entre la suave brisa de verano que acaricia nuestras mejillas, dejamos atrás nuestra pequeña aldea. A la entrada a la Vía encontramos a un grupo de aldeanos de otras aldeas, más no conozco a ningún otro salvo dos ancianos y una señora, también provenientes de mi pueblo.

A la entrada a la vía...
A la entrada a la vía...

- Llegas tarde, Julio Antonio. No acostumbras a tenernos a tu espera – dijo el sacerdote.

- Y es por una buena razón, mi señor. Hoy he traído conmigo a mi hijo Julio Marco.

- Mi señor – dirigiéndome al sacerdote.

- Jovencito, espero que no olvides el día de hoy.

El sacerdote se da la vuelta y pone rumbo al horizonte, hacia una gran llanura en medio de una gran arboleda que oculta dicho terreno. Andamos durante un buen rato siguiendo al sacerdote hasta que este se detiene y ordena a un señor con apariencia de buen físico y habilidoso. Este saca de su bolsa colgada a la espalda una flecha y la coloca en el arco que no he descubierto hasta ese instante.

- ¡No, insensato! Tráelo con vida.

El hombre camina agazapado entre la frondosa maleza que rodea la arboleda y de un ágil salto se abalanza sobre el ciervo que pasta mansamente, ajeno a lo que se le viene. Atrapa el animal como si de un bebé se tratara, y la trae allá donde está el sacerdote.

Mientras, el sacerdote ha estado construyendo algo así como un altar cerca de la llanura. El hombre coloca al animal sobre este y lo sujeta con fuerza. El sacerdote, con sangre fría, hace un corte limpio en la garganta del animal y con gran esmero lo desuella.

- ¡Oh, Júpiter! Te ofrecemos este sacrificio en tu honor para que nos honres con tu bendición y protección en esta, nuestra tierra.

El sacerdote destripa al animal, buscando algo en su interior.

El sacerdote destripa al animal...
El sacerdote destripa al animal...

- Es el estómago – dice padre.

Nunca había visto un estómago. Parecía una bolsa de un color que nunca había visto, no es ni marrón, ni rosado. A primera vista aparenta ser viscoso. El sacerdote abre el estómago y comienza a rebuscar entre los restos de comida que quedan en él. Su cara se llena de gestos de incertidumbre, algunos mejores, otros peores. De repente una risa casi malévola resuena en su garganta, y finalmente, abre su boca:

- ¡Los dioses nos bendicen! Este animal está sano, su comida es buena, su cuerpo fuerte, y esta tierra abundante. Esta es la tierra que estábamos buscando.

Ordena a dos hombres viajar más allá del horizonte y portar un mensaje para que comience la misión. Mientras, volvemos a casa. Al llegar a casa, padre está sonriente, pero no dice nada. Aún no se los motivos de su sonrisa.

- Padre, ¿Cuáles son los motivos de tu buen humor? los cuáles sospecho que tienen que ver con lo acontecido esta mañana.

- Así es hijo mío. Aún no lo sabes, pero acabamos de estar sobre los cimientos de la futura ciudad que un día llegará a ser la más grande que haya existido nunca.

- ¿Es esa padre? ¿Es la ciudad de la que tanto me has hablado cada noche desde que tengo uso de memoria?

- Si, Julio, por fin se ha hecho realidad el sueño de todas las aldeas. Por fin vamos a vivir todos juntos en la gran ciudad.

- Pero padre, ¿cuándo marcharemos?

- Hijo, una gran ciudad lleva mucho tiempo, 5, 10, tal vez 20 años, o tal vez yo no viva para verlo… ¡pero tu si hijo mío, tu sí! Y eso es lo que importa ahora. Por fin voy a ver mi sueño cumplido, y tú estarás en él.

- Pero padre, ¿cómo se llamará esa ciudad?

- El sacerdote ya ha hablado, y los dioses han dicho que ha de llamarse Sicilia.

- Que así sea, padre, a Sicilia iremos a vivir, pues.

Pasaron no más de cuatro noches cuando padre llega con aliento acelerado y ojos desorbitados a casa. Madre se acerca a él y le hace tomar asiento. Su corazón debe de estar a punto de salir de su pecho. Padre me pide que le deje a solas con madre.

Comienzan a hablar frenéticamente, mientras yo escucho tras la pared. Madre parece triste, incluso la escucho sollozar. Pero padre la intenta calmar. Para mi sorpresa, padre me llama con voz autoritaria. Mientras yo entro en la lúgubre habitación que tan solo es iluminada por una tenue luz del fuego, madre sale tapándose los ojos.

- Hijo mío, siéntate – dice padre con voz altiva.

- Dime, padre.

- Ha ocurrido una desgracia. Los emisarios del sacerdote han desaparecido. Algunos pescadores dicen haber encontrado restos del navío que los llevaba más allá del horizonte. Puede que un navío galo les haya atacado. Aún no sabemos nada, ni nada es seguro.

- Una terrible tragedia para nuestra aldea, sin duda padre. ¿Y en que te incumbe esto a ti padre?

- Mi padre fue un antiguo soldado de la legión romana que en su día conquistó esta isla. Yo nací aquí, y aquí me crio padre hasta que cumplí los 20 años, cuando el murió. Me instruyó en el arte de la guerra, más él no sabía ni retórica u oratoria. Cuando el murió, yo me embarqué a la capital de nuestro imperio, pero en las altas olas del mar, los infames galos atacaron nuestro navío, y con él nuestra legión. Durante 4 días y 3 noches estuvimos varados en el mar. Hasta que un barco de pescadores nos encontraron a mí y a cuatro hombres más. Cuando llegamos a tierra, el sacerdote me dijo que ya no podría volver a luchar, pues en mi desgracia, tenía un brazo inutilizado. Según él, los galos maldijeron nuestro navío, y con él a nosotros, y que aquél dolor que yo sentía en el brazo y que aún por fuera no se podía ver, era obra de la magia oscura.

- ¿Y esta historia que tiene que ver con lo acaecido recientemente?

- Hijo mío, me han puesto al mando de un navío rumbo a la capital del imperio. Y bajo mis órdenes una legión. Mi misión es llegar a la capital y entregar el mensaje.

- Pero padre… ¿vas a dejarnos a madre y mis hermanos solos?

- No hijo, vamos a dejarlos.

- ¿Cómo? Padre, yo no sé nada sobre el ejército, ni la navegación, ¡nunca he visto el mar!

- ¡Ya es hora de que seas un guerrero, un navegante, un hombre! Vas a venir hijo mío, y vas a volver como lo que yo un día fui, un guerrero romano.

- … Si padre, si es tu deseo, así será… - dije algo cabizbajo y preocupado.

- Mañana antes del alba partiremos, ya he hablado con tu madre, ya está todo dicho.

Y así, comienza mi viaje a la gran capital de nuestro imperio, Roma.”



Recreación de Roma en maqueta.
Recreación de Roma en maqueta.


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