“El primer rayo de luz de la mañana rompe la
tranquilidad de mi sueño. A pesar de haber dormido, debo reconocer que ha sido
un sueño ligero. Padre ya está despierto, lo puedo escuchar tras la pared
hablando con madre. Me siento mal por madre, sigue triste por la noticia de
padre. Padre entra y me dice:
- Levántate hijo, hoy es un gran día para
ti.
- Si padre, enseguida me reúno contigo y con
madre.
Cuando llego a la sala, padre sujeta un bol
de gachas de trigo, y madre lo observa con los ojos empañados atentamente.
- ¡Aprisa hijo, nos esperan!
Como lo más rápido que puedo y sigo a padre
esta la entrada de casa. El sol se alza en el horizonte cegando mis ojos,
recién abiertos. Padre avanza, y yo tras él, pensativo, dubitativo también, sin
saber muy bien en que me estoy aventurando.
- ¿A dónde nos dirigimos, padre?
- Al Noreste, hijo, al gran puerto de Sicilia,
donde los grandes navíos aguardan a los héroes.
Para mi estas palabras estaban vacía, pues
nunca había salido de mi aldea, Camarina, así que no sabía a dónde me
dirigía.
- Prepárate hijo, los próximos días no serán
nada fácil.
Y que razón tenía padre. 4 días y 3 noches
andando, pasando montañas, valles, bosques, ríos. Mi padre siempre me dijo que Sicilia
era una isla, y que la tierra donde estaba Roma se antojaba mucho más
grande y extensa. Sin lugar a dudas, este va a ser un viaje muy largo.
- Hijo, iremos en barco, porque así
tardaremos 5 días menos que si fuéramos por tierra.
- Entonces, ¿Siracusa no es una isla, padre?
– pregunté extrañado.
- Por supuesto hijo, pero puedes cruzar un
pequeño estrecho que separa nuestra isla de las lejanas tierras de Roma.
- Entiendo,
padre.
A la cuarta
mañana de partir de Camarina, el sol
se alzaba sobre nuestras cabezas y en el horizonte se otea un puerto romano, casi
del tamaño de mi aldea. Mucha gente transcurre por sus proximidades. Un mercado
se ha levantado alrededor del puerto, en el cuál se comercia con todo, desde
trigo, ¡hasta esclavos!
- ¡Padre, padre!
¿Qué le pasa a ese esclavo, se ha quemado? – pregunté sobresaltado.
- ¡No, hijo mío!
Son esclavos negros traídos de África,
donde el sol es más próximo.
Mi sorpresa era
descomunal, nunca había visto un mercado, y mucho menos, esclavos negros. La
gran mayoría de cosas que había en el mercado apenas podía decir que eran.
Al fin, llegamos
al puerto, el gran puerto de Sicilia.
Un gran navío esta atracado en el, y padre, con semblante serio, se dirige
directo a él. En la rampa, está el sacerdote, aguardando nuestra llegada.
- Julio Antonio,
esperábamos tu presencia, ya pensaba que no vendrías – dijo con tono bromista
el sacerdote.
- Ni los mismos
dioses impedirían mi viaje, mi señor.
- Y no lo dudo,
Julio. Veo que has venido con vuestro hijo.
- Mi señor –
salude cortésmente.
- ¡Vamos, hijo,
nos aguarda Roma!
Embarcamos en
aquel gran navío, en el cuál nos esperaban 40 hombres, 30 de ellos remeros y 10 soldados. Padre fue a hablar con
un hombre al timón.
- Julio Antonio,
¡viejo compañero!
- Octavio
Augusto, ¡mi viejo amigo! – exclamó mi padre muy entusiasmado.
Ambos se
fundieron en un abrazo e intercambiaron sonrisas. Por lo visto, ya fueron
compañeros tiempo atrás.
- ¡Julio, hijo
mío, acércate!
- Dime, padre.
- Hijo, te
presento a Octavio Augusto, un veterano pretoriano, que nos acompañará en su
último viaje.
- Es todo un
honor, Octavio Augusto. Mi nombre es Julio Marco Quinto, a sus órdenes.
- El honor es
mío muchacho, mi alegría fue mucha cuando llegó a mis oídos que el gran Julio
Antonio había tenido un descendiente – un brillo brotaba en los ojos del
guerrero.
- Octavio,
tenemos mucho que hablar, y mucho que decidir también, pues el camino es largo,
y peligroso.
- Por supuesto,
Julio, dejemos que el muchacho pasee por el navío y disfrute de la brisa del
mar.
Ambos luchadores
se alejaban a un pequeño compartimento bajo el timón. Octavio Augusto es un
hombre alto, corpulento, y supongo que debe pesar al menos como una gran
piedra. Barba descuidada, pelo gris y unos músculos tensos forman la fachada de
este hombre. Nada que ver con padre.
Llevamos 14 días
de viaje en el navío, y aún no termino de acostumbrarme al movimiento de este.
He vomitado al menos 2 veces cada día. Padre no para de repetirme que es algo
normal y que me acostumbraré. Simplemente, dejo pasar el tiempo.
- ¡Mi señor!
¡Tierra! ¡Tierra en el horizonte, mi señor! – grita un remero despistado.
En efecto, a lo
lejos se podía ver una inmensa isla que ocupaba desde el Este al Oeste. Roma, la capital de nuestro imperio.
Padre se acerca rápido a la proa del navío, mira con atención y me dice:
- No olvides
este día, porque no será la última vez que se repita.
No supe muy bien
que significa esta frase, así que seguí fijando mi mirada en la lejanía, en
nuestro destino.
Llegamos a
puerto, y bajamos raudos hacía la ciudad. No adentramos en un laberinto de grandes
construcciones de piedra, con caminos de piedra, y al fondo, grandes edificios,
que según mi padre, son los edificios públicos.
De repente, ya
estamos en un gran claro entre esa masa de piedra a la que llamo Roma.
- Hijo, esto es
el foro, el centro de la ciudad, aquí está toda la actividad de la ciudad. No
te pierdas, sería difícil encontrarte.
- No te
preocupes padre, yo te sigo.
- Así sea.
Y así es como
nos perdimos entre la muchedumbre romana, en aquella aventura que empecé en mi
pequeña aldea”.
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